La sinuosa carretera nacional por la que conducíamos iba acercándose cada vez más a la costa cantábrica. Comenzaban a verse ya los primeros acantilados y alguna que otra playa aparecía de repente, como una señal de que nos estábamos acercando a una buena zona para detenernos. Suances era el nombre que aparecía en la señal de la carretera como próxima localidad, por lo que la decisión estaba tomada: Íbamos enfilados para intentar darnos un baño y quitarnos de encima el sofocón que llevábamos acumulado después de un completo primer día de ruta.
A unos escasos 10 kilómetros de Santillana del Mar, nuestro anterior destino de esta ruta por el Cantábrico, se encontraba un pequeño paraíso playero. A medida que nos íbamos acercando, el paisaje nos iba dejando presente lo que nos encontraríamos en pocos minutos: un paisaje abrupto y escarpado, con el mar rompiendo con fuerza y acantilados verticales cayendo hasta alcanzar los escasos arenales que se formaban en su base.
Para cuando llegamos a Suances, un cruce se nos plantaba delante de nuestras narices dándonos dos opciones: Playa de la Concha o Playa de Los Locos. Como tampoco nos íbamos a pasar lo que quedaba de tarde dando vueltas de un lado para otro y la zona aún estaba bastante atestada de coches y gente cargando con sombrillas y toallas, debíamos elegir…
La primera opción consistía en una enorme playa extendiéndose en forma de arco a lo largo de varios kilómetros. Podíamos verla en toda su extensión desde el mirador en el que nos habíamos detenido, cubierta de cientos de puntos de colores que se movían entrando y saliendo del agua del mar que la bañaba. Por cierto, una orilla ésta que, a diferencia de muchas de las playas gallegas a las que estábamos más acostumbrados, se internaba bajo el mar con una muy leve pendiente que permitía a los bañistas caminar sin perder pie a lo largo de bastante más distancia de lo esperado. Mucho más cercano a esas playas mediterráneas de la costa valenciana, para ser más precisos.
El mirador desde el que estábamos divisando esta playa realmente ya había supuesto que habíamos decidido nuestro destino y que éste, obviamente, no podía tratarse de la playa de La Concha ya que no estábamos en ella… No, la verdad es que no pudimos resistir la tentación de ir a un lugar que llevaba en su nombre la palabra “locos”…
Dejamos el coche bien aparcadito aprovechando que era ya ultima hora de la tarde y la gente empezaba poco a poco a recoger el petate y a dejar plazas libres. Cogimos los bártulos playeros y nos dirigimos a la sugerente Playa de los Locos. ¿Y este nombre? Pues viendo que se trataba de un arenal que se encontraba al final de un alto acantilado y la fuerza del mar rompiendo en grandes olas al alcanzar la orilla, era evidente que su peligrosidad algo tendría que ver. De hecho las mareas suelen ser bastante acentuadas y según parece, los temporales también se hacen sentir bastante. En lo que respecta a lo que pudimos presenciar, el oleaje desde luego era bastante considerable y esto propiciaba que esta fuera una de las playas preferidas por los surfers de la zona.
Eran muchos los que se podían ver cogiendo olas y, durante nuestro descenso por el largo camino que bajaba salvando la pendiente pronunciada, nos íbamos cruzando con gente de todas las edades equipadas con neopreno y tabla bajo el brazo que se preparaban para entrar en el mar o que ya salían de él, algunos incluso con alguna nueva herida de guerra que el puesto de socorrismo tendría que encargarse de curar.
Para los que sois más comodones, como nosotros, el bar en la parte alta era una opción excelente para disfrutar de las vistas y de la cercana puesta de sol con una cervecita en la mano y un poco de música de fondo. Detrás del bar, la explanada de césped se aprovechaba de las caprichosas formas de esta pared acantilada para permitir tomar el sol a todos los que no eran muy amigos de la arena y preferían quedarse un poco más alejados del mar sin renunciar a una sesión intensiva de rayos UVA de origen natural. También permitía aumentar la capacidad de una playa cubierta de rocas en bastantes zonas, lo que provocaba que con la marea alta las opciones en la propia arena se viesen reducidas, lo que en verano seguro que se tenía que hacer notar.
Y ya que empecé hablando de olas, hablar de surf tenía que ir implícito a las crónicas de esta playa. Justo antes de comenzar a bajar a la playa, una señal nos alertaba (inútilmente en nuestro caso) de las normas de surfeo en la zona. Toda una declaración de intenciones plasmada en las indicaciones que intentaban gestionar la presencia de muchos surfers disputándose cada ola en el mar. Además, las escuelas de surf de la zona se encargaban de garantizar que las nuevas generaciones fueran sucediendo a las anteriores a través de los campus y escuelas de verano o directamente con cursos todo el año. Al final las opciones las hay para todos los gustos y colores, ¡claro!
Así eran muchos los niños y niñas que hacían sus pinitos con las tablas cortas o de body en la orilla mientras los más curtidos esperaban una buena tandada de olas que hicieran que mereciera la pena volver a internarse un poco más mar adentro.
Estábamos tan a gusto allí, disfrutando del ambiente que, cuando llegó el momento, fue realmente difícil tener que marcharnos y dejar atrás unas prometedoras últimas horas de playa que nos invitaban a terminarlas en la terraza del bar y que prometían una puesta de sol increíble… Parece que no nos quedaba otra que perdérnosla para llegar a tiempo al camping…
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