El final de la Ruta Real que se iniciaba en el centro de Varsovia tenía como colofón el conocido como Palacio de Wilanów. Y menudo final! La etiqueta que recibe para poder hacer alguna de esas odiosas comparativas que se establecen a veces es la del “Versalles polaco” por lo que tenía pinta de que nos íbamos a hartar de estatuas, jardines y arquitectura señorial.
Pues ni más ni menos! Llegamos a un recinto que rodeaba lo que era el propio espacio del Palacio y por tanto conformaba las inmediaciones de éste. Ya podíamos ver un anticipo de lo que nos esperaba a través del Mausoleo de Potocki, en medio de los jardines, con la cúpula de la Iglesia de Santa Ana asomando al fondo. Pero lo verdaderamente interesante comenzaba al cruzar la entrada y plantarse frente a la fachada principal del Palacio. Un enorme edificio señorial, repleto de estancias y abarcando un enorme espacio que, todo hay que decirlo, se queda pequeñísimo en cuanto contemplas los jardines que lo rodean.
Un Palacio muy “Real”
Todo comenzó una mañana cualquiera del mes de Abril de 1677. Estaba Juanito (o como también lo conocían algunos, el Rey Juan III de Polonia) meditando acerca de qué hacer con esos terrenitos que había adquirido a las afueras de Varsovia. “Hombre, un buen palacete para escaparme un poco de la rutina de la ciudad no estaría mal. Algo modestito, de una planta, que alguien tan campechano como yo necesita poca cosa…” debió pensar, estresado por sus enormes responsabilidades y difíciles tareas de Rey, que ya se sabe que gobernar y mandar nunca es fácil…
Así fue como se pusieron las primeras piedras del palacio y en dos años esa pequeña residencia privada estaba en pie. “¿Como llamaré a mi nueva casa? Mmmm, nueva casa… llamemosla Villa nova, que en italiano mola más…”. Pues Wilanów es en definitiva la versión polaca del nombre que el señor Juan le había puesto originalmente.
Cierto es que, aunque el Palacio nació como una “pequeña residencia” fue cuestión de tiempo que ésta comenzara a ampliarse una y otra vez, de manera que acabó perdiendo todo el sentido la palabra “pequeña”… Y es que claro, el Palacio fue pasando de padres a hijos y cada uno de ellos quería acomodarlo a sus gustos y necesidades. Que si donde meto la mesa de billar… ¿Y si mi cuarteto de cuerda no coge en el salón…? ¿Y mi megacolección que te cagas de cuadros donde la cuelgo, papá? Ya sabéis como son estos nobles…
Y como no, casualidades de la historia, acabamos plantándonos en la II Guerra Mundial. Ya sabéis, un clásico ya de este paseo histórico por la Europa profunda. Resulta que el bombardeo sobre la ciudad de Varsovia por parte de esos alemanes tan majos, arrasó el centro, pero se dejó atrás los alrededores. Quien le iba a decir a Juan que la ubicación de su palacete en las afueras acabaría evitando que fuera devastado. Una suerte que hace que ahora podamos estar nosotros paseando por sus pasillos y habitaciones… Eso si, a este bombardeo y posterior derrocamiento de los alemanes, les siguió la invasión soviética, por lo que después de siglos de reyes y nobles viviendo entre estas paredes, los soviéticos cogen y lo “expropian” por utilizar un eufemismo de esos tan chulos que les gustan a los políticos.
Lo malo fue que los alemanes ya habían estado antes por aquí y se habían llevado todo lo interesante o de valor. Vamos, lo que viene siendo un saqueo de manual. En resumen, acabaron prendiéndole fuego a todo lo que quedaba. Está claro que es mejor que bombardearlo, pero quemarlo tampoco es que le siente bien, no… Así que para cuando el Ejercito Rojo se plantó allí, poco había que nacionalizar, pero menos daba una piedra. Al final, las tierras del Palacio se acabaron incluyendo en el área de influencia de Varsovia y, ¡quien lo iba a decir! consiguieron repatriar gran parte de las obras saqueadas, así que, una vez reconstruido todo aquello que había sufrido daños en el incendio, el Palacio acabó recuperando al menos gran parte de su antiguo esplendor.
Y así fue como, gracias a eso, pudimos pasearnos por la infinidad de habitaciones y salas que conforman el interior. Salones llenos de cuadros y estatuas, así como frescos en paredes y techos que aportaban los toques de color que contrarrestaban la sobriedad del frío mármol blanco.
Los enooormes jardines y lagos del Palacio
Los exteriores del Palacio eran un tema completamente aparte. Si os digo que ocupan unas 45 hectáreas, os sonara a que es muy grande, pero os quedareis casi como estáis. Nada que ver con la cara de pánfilos que se nos quedó a nosotros al verlos. Y es que los jardines, en definitiva, ocupan lo que vendrían siendo unos 62 campos de fútbol, por entendernos en lenguaje coloquial, que ya sabemos que el deporte siempre suele funcionar…
Volviendo a los jardines, os podéis hacer a la idea de la de cosas que se pueden meter en tanto espacio, ¿no? Pues por ejemplo fuentes y esculturas hasta aburrir, cuatro estilos distintos de composición de jardines y hasta una autentica animalada de lago natural que hacía que el arroyo, estanques y canales que completaban el escenario parecieran insignificantes a su lado. Desde luego nuestro buen amigo Juan III sabía como montárselo…
Realmente el parque que teníamos ante nuestros ojos era el resultado de las diversas modificaciones que cada inquilino fue haciendo a medida que iban pasando por allí. De hecho, antes os hablaba de cuatro jardines distintos, ya que cuatro eran los estilos que representaban. El jardín barroco evoca los inicios del diseño de este espacio abierto. Los jardines de estilo ingles clásico e ingles oriental daban un salto de casi dos siglos para mostrar un estilo muy en boga en aquellos locos inicios del siglo XIX. Para el final, el jardín de rosas daba el toque romanticón que se podía esperar de una bucólica mentalidad neorrenacentista de mediados del XIX. Toda una monada.
Por otra parte, el aprovechamiento del parque por parte de los habitantes de Varsovia era toda una realidad. Allí nos encontramos a niños corriendo y jugando por diversos rincones, familias paseando tranquilamente e incluso algún que otro caballero aprovechando para echar una buena siesta en un banco estratégicamente ubicado para sortear el impacto directo de los rayos de sol. Y por supuesto, no me dejaré atrás las bodas y comuniones que seguramente llenarían el parque todos los fines de semana para hacer los inmortales retratos que posteriormente llenarían sus hogares para toda la eternidad. Desde luego pudimos ver una pequeña muestra de ambas sesiones de fotos aprovechando el excelente escenario de los perfectamente recortados setos que servirían de fondo
Respecto al enorme espacio natural que era el lago, no tengo más que añadir. Solo contemplad la foto e intentad apreciar la escala que debía tener ese enorme charco. Un ecosistema propio que, por suerte, todos los visitantes podíamos disfrutar de diversas maneras, bien descansando a la orilla bajo la sombra de algún tilo o incluso dando un apacible paseo en barca. Nosotros fuimos unos sosos y nos limitamos a pasear en torno a el con la boca abierta y sin pestañear…
Y como broche final, solo deciros que si casualmente os cuadra pasar por Varsovia, ¡ni se os ocurra iros sin visitar al menos los jardines exteriores u os aseguramos que os arrepentiréis!!
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