Burdeos era la primera ciudad francesa a la que llegábamos después de días de carreteras secundarias atravesando pequeños pueblos y villas de la costa cantábrica francesa. Nos dimos de bruces con una monumental urbe de gran vida en las calles, de imponentes y cuidados edificios históricos y de luces, colores y sonidos distintos en cada rincón. Burdeos acababa de seducirnos en una primera impresión de las que dejan huella. ¿Quienes eramos nosotros para resistirnos?
Posiblemente una de las mayores sorpresas que nos llevamos en nuestro recorrido por la Aquitania francesa fue a nuestra llegada a Burdeos. Cuando consumíamos los kilómetros que restaban para llegar al centro de la ciudad, los polígonos que atravesábamos era ya un claro indicativo de que esta vez no era un pequeño pueblo de carretera o una villa histórica de esas a las que nos habíamos acostumbrado los últimos días.
De acuerdo, la idea que se esconde detrás del nombre de Burdeos ya nos sugería que sería distinta. Era evidente que llegábamos a una de las ciudades francesas más importantes del sur del país. Pero, que queréis que os diga, no estábamos preparados para lo que nos íbamos a encontrar…
La falta de expectativas, sumada a la improvisación que nuestro viaje por carretera propiciaba, condujo a que nos quedáramos boquiabiertos y ojipláticos cuando la carretera de entrada a la ciudad comenzó a trazarse paralela al río Garona.
Las cálidas y anaranjadas luces del final de la tarde iban trazando reflejos sobre el agua del río e intensificando los colores de las piedras y metales de los puentes que lo cruzaban. Y, de repente, nos encontramos a la derecha con el Pont de Pierre (puente de piedra) y a la izquierda, casi sin tiempo a reaccionar, la Porte de Bourgogne.
Por si fuera poco, todas las fachadas de los edificios se iban encadenando con sus frontones y columnas neoclásicas formando un pasillo de arte arquitectural. Este nos fue llevando de la mano irremisiblemente hasta alcanzar el corazón de la ciudad.
El espejo de agua más grande del mundo está en Burdeos
Nos llevó un buen rato aparcar, pero conseguimos hacerlo justo al lado del jardín Des Lumières. A orillas del río, esta franja de césped y flores se iba llenando poco a poco de parejas y pandillas que improvisaban pícnics para cenar mientras disfrutaban de las temperaturas cálidas de este día.
Muy cerca de allí, decenas de personas se concentraban dejando oír chapoteos, risas y murmullos solo interrumpidos por el repentino sonido de chorros de agua emanando del suelo. ¿Poder refrescarnos después de un largo día? ¡Sin dudarlo!
Nos encontramos con una enorme extensión de baldosas de piedra que se cubrían de agua con solo unos dos centímetros de profundidad. Más que suficiente para descalzarnos y caminar un rato por ella refrescando y dándole un respiro a nuestros maltrechos y castigados pies.
Como nosotros, otra mucha gente aprovechaba para darse un paseo por ella mientras los niños jugaban y se salpicaban intentando sacar todo el rédito posible a la poca profundidad y el poco margen que la escasa profundidad les daba.
Resulta que, como parte de los planes de remodelación de Burdeos a principios de siglo, en 2006 se construyó este espejo de agua. Nacía además como el más grande del mundo y con el objetivo de reflejar una de las zonas de la ciudad con más concentración de edificios y monumentos del esplendor neoclasicista francés.
De repente, una nube de agua pulverizada invadía toda la explanada invitando a moverse entre ella y dejar que las finas gotas humedeciera la piel y sirvieran ya para refrescarse por completo. Finalmente, todo se paraba, el agua se drenaba y las losas de granito volvían a quedarse visibles, desnudas y húmedas durante un rato. El agua que restaba dejaba una capa de agua tan fina e impoluta que conseguía reflejarlo todo a su alrededor.
Y, entonces, el ciclo volvía a repetirse de nuevo…
Para acabar,¿Un picnic en el Jardín Des Lumières?
Pues si, ya de noche y con ese calor persistente en el ambiente, fuimos a buscar nuestra manta de pícnic a la furgoneta y a rebuscar que nos quedaba entre nuestras provisiones,
Cogimos un fuet, queso, un poco de pan y una botella de cabernet que llevábamos para probar cuando se nos presentase una buena ocasión y nos tumbamos a comer, beber y disfrutar del ambiente que nos rodeaba, ya que no eramos los únicos con la misma idea.
Parejas dándose arrumacos, pandillas riendo e incluso cantando nos rodeaban mientras nos adueñábamos de nuestro pequeño rincón sobre el césped. Así conformábamos todos un curioso mosaico humano de relajación, distensión y puro disfrute del buen clima y de la vida en si misma.
Solo llevábamos unas horas en la ciudad y esto acababa de ser un choque para nuestros sentidos que nos dejaba ese buen sabor de boca que te engancha y te hace querer más.
Solo necesitábamos descansar bien y prepararnos para disfrutar al día siguiente de uno de esos recorridos profundos, de los de callejeo puro y duro, que tanto nos van a nosotros… ;)
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